Mel Kadel, Drip Drip

17.5.11

continuidad de los parques




En cierto modo, los parques son una pausa. Lugares llenos de nada, excepto aire, luz, pájaros y alguna gente perdida perdiéndose.
Significan una perturbación, un sesgo en nuestros rituales animalizados. El absoluto trivial, ese punto de fuga. O un agujero en nuestro espacio-tiempo, una fisura que nos muestra mundos paralelos, pequeñas regiones ajenas donde las variaciones son mínimas.

En las horas oscuras, en esos verdes pabellones, en su verde penumbra casi táctil o en su negrura, algunas formas apenas entrevistas poseen la profundidad del vacío. Esa oscuridad sugiere una discordancia, la antimateria. Después, todo continúa. Nada ha sido olvidado. Todo está y no está.

7.5.11

sístoles



O son ojos o estrellas o son piedras o ríos
lo que siento si toco despacio tus falanges,
tus dedos de raíces como ramas antiguas,
como vértebras dulces.

Te busco en el convento de los atardeceres,
-las campanas sonando,
la ermita de tu voz como rezos callados.
La lluvia en la cocina me recuerda tu ausencia,
el lirio en el rincón me recuerda que existes.
Y una granada sola fructifica y madura
como dos corazones de sangre en la arboleda.

La estrella entre los huesos al bajar las mareas
como sístoles lentas,
y la mano en la mano y esas cartas intactas
nos recuerdan el día, las salidas guardadas.
El fuego sobre el cielo a veces nos sorprende
cuando nos llueve el gozo.

La canción, el silencio.

4.5.11

la sublime realidad


Imagen: K. Vojnar

El Hombre Polilla

Aquí, arriba,
las grietas de los edificios se llenan de desmesurada luz de luna.
Toda la sombra total del hombre es sólo tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies y semeja a un círculo donde puede pararse una muñeca
y él es como un alfiler invertido, la imantada punta hacia la luna.
No ve la luna; observa solamente sus infinitas propiedades,
y siente la extraña luz sobre sus manos, ni cálida ni fría,
una temperatura imposible de registrar en termómetros.

Pero cuando el Hombre Polilla
hace sus raras y ocasionales visitas a la superficie,
la luna parece muy distinta. Emerge
desde una abertura bajo el borde de una de las aceras
y nervioso comienza a escalar las caras de los edificios.
Piensa que la luna es un agujero en lo alto del cielo,
demostrando que la protección del cielo es del todo inútil.
Tiembla, pero debe investigar hasta dónde puede escalar.

Por las fachadas,
arrastra tras de sí su sombra como un trapo de fotógrafo,
sube con miedo, pensando que esta vez conseguirá
meter su pequeña cabeza en esa abertura redonda y limpia
y ser arrastrado a través de ella como por un tubo en
volutas negras contra la luz.
(El hombre, parado debajo de él, no se hace esas ilusiones)
Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme, aunque,
claro, fracase, y caiga asustado pero sin lastimarse apenas.

Entonces vuelve
a los pálidos subterráneos de cemento a los que llama casa.
Revolotea, se agita, y no puede montarse en los trenes silenciosos
con la celeridad que le convendría. Las puertas se cierran rápidamente.
El hombre polilla siempre se sienta en sentido contrario
y el tren arranca de inmediato, a toda velocidad,
sin cambiar de marchas ni moverse gradualmente.
No puede calcular la velocidad a la que viaja hacia atrás.

Cada noche debe
ser transportado a través de túneles artificiales y tener sueños recurrentes.
Así como las traviesas se repiten bajo su tren, éstas subyacen
en su precipitado cerebro. No se atreve a mirar por la ventana,
porque el tercer raíl, la intacta corriente de veneno,
corre ahí a su lado. La mira como a una enfermedad
cuya susceptibilidad ha heredado. Tiene que llevar
las manos en los bolsillos, como otros deben llevar mitones.

Si lo atrapas,
ilumínale los ojos con una linterna. Es todo pupila negra,
una noche entera en sí misma, cuyo horizonte de pelos se
contrae cuando él devuelve la mirada y cierra los ojos. Entonces, de
los párpados se desliza, como el aguijón de una abeja, una lágrima, su única posesión.
Se la enjuga con disimulo, y si no estás atento
se la tragará. Pero si lo vigilas, te la entregará,
fría como de manantiales subterráneos y lo bastante pura para
ser bebida.

Elizabeth Bishop, Norte & Sur
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